HOMILIA DE LA MISA DE EXEQUIAS DEL PAPA FRANCISCO
Catedral de Quilmes, sábado 26 de abril de 2025.
Hermanas y hermanos:
La Resurrección de Cristo es nuestra paz. “Este es el día que hizo el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo” (Salmo 118, 24) es el salmo que entonamos todos estos días de la Octava Pascual.
La Iglesia y la humanidad entera hoy siente algo de orfandad; sentimos la muerte de un padre que nos ha mostrado la ternura del amor de Dios: el querido Papa Francisco. Nos sentimos partícipes de los sentimientos de los discípulos que lloran la muerte dolorosa y trágica de Jesús en la cruz. Se han juntado para ayudarse a sobrellevar el momento; se sienten abandonados y solos, aunque el Maestro les había dicho “no los dejaré huérfanos” (Jn. 14, 18)
Las apariciones de Jesús resucitado fueron consolando los corazones tristes y desesperanzados de sus discípulos. También hoy nos secan nuestras lágrimas para poder gustar esa paz que Jesús nos regala.
Este segundo domingo de Pascua, San Juan Pablo II lo llamó: Domingo de la Misericordia. Hace unos años atrás, comentando este evangelio, el Papa Francisco decía:
“Jesús resucitado se aparece a los discípulos varias veces. Consuela con paciencia sus corazones desanimados. De este modo realiza, después de su resurrección, la “resurrección de los discípulos”. Y ellos, reanimados por Jesús, cambian de vida. Antes, tantas palabras y tantos ejemplos del Señor no habían logrado transformarlos. Ahora, en Pascua, sucede algo nuevo. Y se lleva a cabo en el signo de la misericordia. Jesús los vuelve a levantar con la misericordia y ellos, misericordiados, se vuelven misericordiosos. Es muy difícil ser misericordioso si uno no se da cuenta de ser miseridocordiado”.
“Ante todo, son misericordiados por medio de tres dones: primero Jesús les ofrece la paz, después el Espíritu, y finalmente las llagas.
En primer lugar, les da la paz. No es una paz exterior, sino la paz del corazón. Dice: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió, así yo los envío a ustedes» (Jn 20,21). Es como si dijera: “Los mando porque creo en ustedes”. Aquellos discípulos desalentados son reconciliados consigo mismos. La paz de Jesús los hace pasar del remordimiento a la misión. En efecto, la paz de Jesús suscita la misión. No es tranquilidad, no es comodidad, es salir de sí mismo. La paz de Jesús libera de las cerrazones que paralizan, rompe las cadenas que aprisionan el corazón… Para Dios ninguno es un incompetente, ninguno es inútil, ninguno está excluido. Jesús hoy repite una vez más: “Paz a ti, que eres valioso a mis ojos. Paz a ti, que tienes una misión. Nadie puede realizarla en tu lugar. Eres insustituible. Y Yo creo en ti”.
En segundo lugar, Jesús misericordia a los discípulos dándoles el Espíritu Santo. Lo otorga para la remisión de los pecados (cf. vv. 22-23). Los discípulos eran culpables, habían huido abandonando al Maestro. Y el pecado atormenta, el mal tiene su precio. Siempre tenemos presente nuestro pecado, dice el Salmo (cf. 51,5). Solos no podemos borrarlo. Sólo Dios lo quita, sólo Él con su misericordia nos hace salir de nuestras miserias más profundas. Como aquellos discípulos, necesitamos dejarnos perdonar, decir desde lo profundo del corazón: “Perdón Señor”. Abrir el corazón para dejarse perdonar. El perdón en el Espíritu Santo es el don pascual para resurgir interiormente. Pidamos la gracia de acogerlo, de abrazar el Sacramento del perdón. Y de comprender que en el centro de la Confesión no estamos nosotros con nuestros pecados, sino Dios con su misericordia. No nos confesamos para hundirnos, sino para dejarnos levantar.
Después de la paz que rehabilita y el perdón que realza, el tercer don con el que Jesús misericordia a los discípulos es ofrecerles sus llagas. Esas llagas nos han curado (cf. 1 P 2,24; Is 53,5). Pero, ¿cómo puede curarnos una herida? Con la misericordia. En esas llagas, como Tomás, experimentamos que Dios nos ama hasta el extremo, que ha hecho suyas nuestras heridas, que ha cargado en su cuerpo nuestras fragilidades. Las llagas son canales abiertos entre Él y nosotros, que derraman misericordia sobre nuestras miserias. Las llagas son los caminos que Dios ha abierto completamente para que entremos en su ternura y experimentemos quién es Él, y no dudemos más de su misericordia. Adorando, besando sus llagas descubrimos que cada una de nuestras debilidades es acogida en su ternura.
“si nos hacemos cargo de las llagas del prójimo y en ellas derramamos misericordia, renace en nosotros una esperanza nueva, que consuela en la fatiga. Preguntémonos entonces si en este último tiempo hemos tocado las llagas de alguien que sufra en el cuerpo o en el espíritu; si hemos llevado paz a un cuerpo herido o a un espíritu quebrantado; si hemos dedicado un poco de tiempo a escuchar, acompañar y consolar. Cuando lo hacemos, encontramos a Jesús, que desde los ojos de quienes son probados por la vida, nos mira con misericordia y nos dice: ¡La paz esté con ustedes!”.
Hermanas y hermanos, de ahora en más, ya no estará Francisco hablando desde la Cátedra de Pedro en Roma. Nosotros tenemos la misión de testimoniarlo. En estos días, despidiendo al Papa que era velado en San Pedro, hemos escuchado de personas cercanas y de tantas otras de Argentina y de todo el mundo, dar testimonio de quién era Francisco para ellas mismas. Desde el lunes hemos visto que del corazón de hombres y mujeres, de toda clase social, creyentes o no, decían quién había sido Francisco para ellos y qué ha significado su misión para la humanidad. La fuerza del testimonio es la que seguirá vigente y seguirá transformando corazones. El legado de Francisco nos ayudará cada día, nos motivará para ser testigos de la Resurrección de Cristo, como él lo fue.
Al comenzar su pontificado decía: “¡Cómo quisiera encontrar las palabras para alentar una etapa evangelizadora más fervorosa, alegre, generosa, audaz, llena de amor hasta el fin y de vida contagiosa! Pero sé que ninguna motivación será suficiente si no arde en los corazones el fuego del Espíritu” (EG 261)
Y continuaba diciendo: Para ser evangelizadores de alma también hace falta desarrollar el gusto espiritual de estar cerca de la vida de la gente, hasta el punto de descubrir que eso es fuente de un gozo superior. La misión es una pasión por Jesús pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo… Así redescubrimos que Él nos quiere tomar como instrumentos para llegar cada vez más cerca de su pueblo amado. Nos toma de en medio del pueblo y nos envía al pueblo, de tal modo que nuestra identidad no se entiende sin esta pertenencia… A veces sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor. Pero Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás… Cuando lo hacemos, la vida siempre se nos complica maravillosamente y vivimos la intensa experiencia de ser pueblo, la experiencia de pertenecer a un pueblo. (EG 268, 270)
Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo. Hay que reconocerse a sí mismo como marcado a fuego por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar. Allí aparece la enfermera de alma, el docente de alma, el político de alma, esos que han decidido a fondo ser con los demás y para los demás. Pero si uno separa la tarea por una parte y la propia privacidad por otra, todo se vuelve gris y estará permanentemente buscando reconocimientos o defendiendo sus propias necesidades. Dejará de ser pueblo. (EG 273)
El Espíritu Santo “puede sanar todo lo que nos debilita en el empeño misionero. Es verdad que esta confianza en lo invisible puede producirnos cierto vértigo: es como sumergirse en un mar donde no sabemos qué vamos a encontrar. Yo mismo lo experimenté tantas veces. Pero no hay mayor libertad que la de dejarse llevar por el Espíritu, renunciar a calcularlo y controlarlo todo, y permitir que Él nos ilumine, nos guíe, nos oriente, nos impulse hacia donde Él quiera. Él sabe bien lo que hace falta en cada época y en cada momento. ¡Esto se llama ser misteriosamente fecundos!” (EG 280)
Ahora, con Francisco junto a Dios eternamente, “hay que seguir andando nomás”. Él seguirá andando en medio nuestro, de una manera diferente, misteriosa. Sus gestos y enseñanzas nos movilizarán para verlo presente junto a los niños que sufren las injusticias, al lado del que pide ayuda en una esquina; en las personas que revuelven la basura buscando qué comer; lo encontraremos durmiendo en la calle junto a esa familia sin techo y sin trabajo; lo veremos sentado o caminando con los carreros juntando chatarra para comprar el pan para la casa; a lo veremos presente en los hogares de recuperación de personas adictas, la mayoría jóvenes; allí estará visitando y quedándose con los presos en las cárceles; su espíritu estará presente en los millones de hombres y mujeres de pueblos enteros que sufren guerra y persecución. Se ha callado una voz en la Cátedra de Pedro, pero misteriosamente, esa voz seguirá sonando desde el pueblo sediento de justicia y de paz.
Su última Carta Encíclica es “Dilexit nos”, sobre el amor humano y divino del Corazón de Jesucristo. Es, creo yo, su verdadero testamento espiritual. La fuente espiritual que lo animó toda su vida. Éste es el último párrafo:
“Pido al Señor Jesucristo que de su Corazón santo broten para todos nosotros esos ríos de agua viva que sanen las heridas que nos causamos, que fortalezcan la capacidad de amar y de servir, que nos impulsen para que aprendamos a caminar juntos hacia un mundo justo, solidario y fraterno. Eso será hasta que celebremos felizmente unidos el banquete del Reino celestial. Allí estará Cristo resucitado, armonizando todas nuestras diferencias con la luz que brota incesantemente de su Corazón abierto. Bendito sea” (DN 220)
+ Carlos José Tissera
Obispo de Quilmes
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!