Homilía de la Celebración Diocesana del Cuerpo y Sangre de Jesús
Florencio Varela, 01 de junio de 2024.
Queridos Hermanos, queridas Hermanas
El evangelio de Marcos nos cuenta el trayecto que vivió Jesús con sus discípulos para que fueran a preparar el lugar donde iban a celebrar la cena pascual, ofreciendo en el pan y el vino su propio cuerpo y sangre. Ellos mismos fueron los que le preguntaron: «¿Dónde querés que preparemos el lugar para poder compartir el vino y el pan? ¿Dónde querés que vayamos a preparar la cena de la Pascua?» (cfr. Mc 14,12). Hace unos años el Papa Francisco, a partir de esta misma lectura, tomó tres momentos diferentes, simbólicos que nos ayudaban a poder descubrir la profundidad de la experiencia de Jesús en su cuerpo y en su sangre:
La primera imagen del texto del evangelio es la del hombre que lleva un cántaro de agua (cf. v. 13). Así responde Jesús a la pregunta de sus discípulos: Cuando vean un hombre con un cántaro de agua, síganlo, les mostrará el lugar donde comeremos la pascua.
Un detalle que parecería poco importante. Un hombre con un cántaro de agua.
Ese hombre totalmente anónimo se convierte en guía, “síganlo”, para los discípulos que buscan el lugar para celebrar la cena pascual.
Y el cántaro de agua que lleva cargando es el signo para reconocerlo. Un signo que nos lleva a pensar en nuestros hermanos y hermanas que están sedientos, siempre en busca de agua que sacie, purifique y que nos ayude a preparar el corazón.
Todos nosotros caminamos en la vida con un cántaro en la mano. Cada uno de nosotros tiene sed, de amor, de estar acompañados, de afianzar nuestras raíces, de tener una vida con sentido, con futuro, en un mundo y una patria más humana, donde haya lugar para todos y donde nadie quede afuera. Y para saciar esta sed, muchas veces, por no saber cómo, buscamos el agua sucia y envenenada que en lugar de darnos más vida nos mata. El agua del consumo de drogas, del alcohol, del juego, de todo tipo de violencia. Esa es agua envenenada que nos mata. Solo Dios puede saciar esta sed más profunda: Un Dios que en Jesús se quedó con nosotros ofreciendo su propia vida como alimento y bebida que sacia la sed y el hambre.
Para celebrar la Eucaristía, por tanto, es preciso reconocer, antes que nada, nuestra sed de Dios: sentirnos necesitados de Él, desear su presencia y su amor, ser conscientes de que no podemos salir adelante solos. Es la sed de Dios la que nos lleva al altar para celebrar, es la sed de Dios la que nos lleva a la comunidad y al barrio a compartir lo que tenemos y lo que somos. Así llega Jesús al corazón y a la vida del hermano que está solo, del que sufre, del que perdió la esperanza. La eucaristía es llamado, nos provoca, es vocación.
Si nos falta la sed de Dios, hasta nuestras celebraciones pierden el sabor, se vuelven vacías, pueden transformarse en ritos que no generan nada o justifican todo. Entonces, incluso como Iglesia, nos recuerda el Papa Francisco, “es importante pero no puede ser suficiente el grupito de asiduos que se reúnen para celebrar la Eucaristía; debemos salir al encuentro, encontrar a la gente, aprender a reconocer y a despertar la sed de Dios y el deseo del Evangelio”. La eucaristía es envío, la eucaristía es misión. Abramos las puertas de nuestras iglesias y salgamos a vivir y celebrar la fe que nos regaló Jesús.
La segunda imagen es la de la habitación amplia en el piso superior (cf. v. 15). Es allí donde Jesús y sus discípulos celebrarán la cena pascual y esta habitación se encuentra en la casa de una persona que los aloja.
Una habitación amplia para un pequeño pedazo de Pan. Dios se hace pequeño como un pedazo de pan y justamente por eso es necesario un corazón grande para poder reconocerlo, adorarlo, acogerlo. La presencia de Dios es tan humilde, escondida, en ocasiones invisible, que para ser reconocida necesita de un corazón que late, despierto y acogedor. En cambio, si nuestro corazón, en lugar de ser una habitación amplia, se parece a un museo donde conservamos con añoranza las cosas pasadas; si se convierte en el baúl de los recuerdos donde hemos dejado desde hace tiempo nuestro entusiasmo y nuestros sueños; si se parece a una sala oscura porque vivimos sólo de nosotros mismos, de nuestros problemas y de nuestras amarguras, entonces será imposible reconocer esta silenciosa y humilde presencia de Dios. (Cfr. Francisco 21)
Se requiere una sala amplia. Se necesita ensanchar el corazón para que pueda latir y renueve el ritmo de la vida haciendo nuevas todas las cosas. Así mantendremos la memoria viva de nuestra historia que es la historia de nuestros hermanos mayores, atravesada también por la experiencia de Jesús eucaristía, que los llevo a ofrecer la vida en la misión, como nuestro siervo de Dios el Padre Jorge Novak, el Padre Gino así como tantas y tantos testigos de la buena noticia de Jesús.
Se precisa salir de la pequeña habitación de nuestro yo y entrar en el gran espacio del nosotros. Y esto nos hace mucha falta. Esto nos falta en muchos espacios que nosotros hacemos para encontrarnos, reunirnos, pensar juntos y delinear una iglesia en salida… Pero si nos falta esto, si falta el encuentro que nace del corazón y la misión, no hay camino que nos lleve al Señor. Tampoco habrá sínodo, nada. Por eso, creo yo, está siendo tan fuerte la experiencia que vivimos en diferentes espacios de la conversación en el espíritu. (Cfr. Francisco 2021)
Es desde el encuentro con el Señor y con los hermanos desde donde construimos el Reino de Dios. Nos recuerda el Papa Francisco que la Iglesia debe ser una sala abierta para todos y no un círculo pequeño y cerrado.
Por último, la tercera imagen, la imagen de Jesús que parte el pan. Es el gesto eucarístico por excelencia, el gesto que identifica nuestra fe, el lugar de nuestro encuentro con el Señor que se ofrece, para hacernos renacer a una vida nueva. También este gesto es sorprendente. En la Eucaristía contemplamos y adoramos al Dios de la Vida, al Dios del amor. Es el Señor, que no quebranta a nadie, sino que se parte y se entrega a sí mismo.
Es el Señor, que no exige sacrificios, sino que se sacrifica él mismo.
Es el Señor, que no pide nada, sino que se entrega todo.
Para celebrar y vivir la Eucaristía, también nosotros estamos llamados a vivir este amor.
Porque no podemos partir el Pan del domingo si tu corazón está cerrado a los hermanos.
“No podemos comer de este Pan si no compartimos los sufrimientos del que está pasando necesidad. Al final de todo, incluso de nuestras solemnes liturgias eucarísticas, sólo quedará el amor. Y ya desde ahora nuestras Eucaristías transforman el mundo en la medida en que nosotros nos dejamos transformar y nos convertimos en pan partido para los demás”. (Francisco 2021)
La procesión con el Santísimo Sacramento, característica de la fiesta del Corpus Christi nos recuerda que estamos llamados a salir llevando a Jesús, compartiendo la vida, compartiendo la fe, compartiendo el pan.
El vivir realmente en cada eucaristía la entrega de Jesús por amor a cada uno de nosotros, la adoración a Jesús en la santa eucaristía nos tiene que hacer abrir el corazón, nos tiene que hacer arder, doler y comprometer el corazón, porque sigue siendo maltratado, humillado y crucificado en cada hermana, en cada hermano nuestro que no tiene el pan material para vivir, que no tiene trabajo, que no cobra una jubilación digna para vivir como Dios manda, que no tiene como pagar la salud, los medicamentos, la luz, el gas y el transporte diario.
Por eso, como cristianos, como Iglesia y como parte de nuestro pueblo creemos, y los invito a que repitamos, con fe: “No es posible morirse de hambre en la patria bendita del pan”.
+ Eduardo Gonzalo Redondo
Obispo Auxiliar de Quilmes